Una posible matemática progre

Ya hemos hablado en otros artículos acerca de cómo la peor escuela contemporánea prefiere arrumbar los conocimientos para poner en su lugar los, así llamados, «valores». Dando por hecho que tales valores no merecen siquiera un previo análisis crítico, y resolviendo el problema de los universales con una soberbia facilidad que ya quisiera para sí el mismísimo Noam Chomsky.

En las revistas pedagógicas subvencionadas por la Junta de Andalucía, el exceso de farfolla de este tenor es tan abusivo que uno se pregunta si lo que se enseña reviste alguna importancia frente a la suprema cuestión del cómo. Por lo demás, el cómo siempre gira en torno a los mismos ejes: inclusividad, diversificación, coeducación, aprendizaje cooperativo, interculturalidad, ecologismo. Es decir, todos esos conceptos cuya hipertrofia ha provocado el derrumbe de otros sistemas de enseñanza más allá de nuestras fronteras. Se diría que una suerte de relativismo radical nos hubiese persuadido de que, puesto que la verdad no existe, lo mejor que puede hacerse en la escuela es apostar por los buenos sentimientos y la igualdad a toda costa. El talante crítico está aquí convenientemente excluído, de modo que los valores destacados en negrita no se acompañen de notas al pie que contribuyan a matizar sus bondades¹.

En uno de esos panfletos gubernativos se recoge una Propuesta de Decálogo para Instituciones Escolares del siglo XXI². Lo firma Jurjo Torres Santomé, de la Universidad de La Coruña. Conviene detenerse en el punto 8:

“8. Se fomenta el pensamiento crítico y el ponerse en el lugar del otro en todos los contenidos curriculares con los que se trabaja. Se presta atención a que todas las culturas tradicionalmente silenciadas (mujeres, etnias sin poder, clases trabajadoras, culturas infantiles y juveniles, opciones sexuales diferentes a la heterosexualidad, concepciones ateas y religiosas distintas al cristianismo, ecologismo,…) estén presentes en todos los recursos didácticos de todas las disciplinas y/o núcleos de enseñanza y aprendizaje. En estas instituciones educativas se tratan obligatoriamente los temas social, política y científicamente conflictivos.”

A saber lo que entenderá Don Jurjo por temas conflictivos, pero intuyo que, en estos casos, es mejor no preguntar. Por otra parte, imagínense una programación de Matemáticas de la que se exija el cumplimiento de tales premisas. Figúrense las complicadas digresiones del profesor para relacionar de algún modo las ecuaciones de primer grado con la violencia doméstica o los atávicos ritos nupciales de la raza gitana. Una vez abierta la caja de Pandora, ya no hay marcha atrás: ese mismo profesor tendrá que ingeniárselas para justificar ante sus alumnos la famosa prueba del pañuelo o el que la virginidad antes del matrimonio sea un requisito exigido solamente a la novia. A su vez, esto le permitiría hablar de coeducación con los muchachos, a quienes quizá pueda explicarles que la discriminación de la mujer sólo es nefanda en nuestra inmunda sociedad capitalista, pero no en el seno (o el coseno) de unas minorías étnicas que lo único que ambicionan es conservar las tradiciones de sus ancestros. Habría tocado, al fin, la tecla multiculturalista. Y, aunque es posible que se le ocurrieran severos dictámenes sobre la poco paritaria coyunda de catetos e hipotenusa, aún podría invertir los últimos diez minutos en explicar qué es una incógnita. Ni por ésas: la palabra “incógnita” le haría recordar que el conocimiento es una ilusión, y así se lo participaría a sus alumnos.

Éstos, sin entender nada, se mirarían, divertidos y aliviados, cuando el profesor dijese: “Mirad, mejor quitamos el examen, por elitista y neoliberal, y me rellenáis un par de fichas para mañana.”

 


[1] Por poner un solo ejemplo: La administración andaluza dedicó una partida a comprar copias de «Una verdad incómoda», el documental ecologista de Al Gore, para su proyección en colegios e institutos. Si de verdad importara el conocimiento se aconsejaría, igualmente, la visión de otros documentales que discuten las tesis de Gore. O, desde hoy mismo, se haría mención al reciente escándalo del CRU, en virtud del cual parece un hecho posible la manipulación y ocultación de datos a manos de quienes defienden el calentamiento global antropogénico.

[2] Andalucía Educativa, Época III, Año IX Nº 60, abril de 2007.

ZEMOS MODELNOS

Zemos98

El enlace de aquí arriba lo adjuntaba ayer mi colega Antonio Sánchez en la página Deseducativos. He de decir que, en lo que se refiere a asuntos docentes, hacía tiempo no leía una ristra de disparates parecida. ZEMOS es un «colectivo de creación y producción cultural compuesto por un equipo de comunicólogos y tecnólogos de la imagen y el sonido», según se definen en su página de MySpace. Y bien qué está. Muy cool y muy modelno. Como todo artista que se precie, ZEMOS está subvencionado por el Ayuntamiento de Sevilla, la Junta de Andalucía y el Ministerio de Cultura.

Rabiosa independencia.

Uno, que ha ido a conciertos organizados por ZEMOS (DJ Spooky, Coldcut) y que participa del entusiasmo por el mundo digital, se pregunta qué necesidad había de hacer el ridículo organizando un simposio sobre la Educación (Expandida, que le dicen). Aquí lo único que se expande es la abismal ignorancia de quien escribe los artículos al respecto. Para el tal Pedro Jiménez que firma «La endogamia del sistema educativo», la frase «Me cago en todas las Academias» es un aforismo. Pues mal que le ha ido a esta difícil suerte literaria si éste es el grado de concisión intelectual al que se aspira. Allá van sus «reflexiones» sobre la Enseñanza:

«Acceder a ser «docente» (con NRP, con nómina, con sueldo…) es un proceso complejo. ¿Tiene sentido que todos los contenidos sean impartidos por gente que en la vida, va a «dominar» todos los conocimientos que se supone que tiene un temario de oposiciones?»

Pregunta, no sólo misteriosa, sino críptica. Veamos. Los temarios de oposiciones son un compendio de un saber específico. Nadie, en la historia de la Enseñanza, ha pretendido que el profesor de Música, por poner un ejemplo, sea un consumado especialista en todos y cada uno de los campos de su disciplina. Es casi imposible que sea un erudito del jazz, el dodecafonismo, el folclore balcánico y la programación de software al mismo tiempo. El oficio de profesor es distinto al de los intelectuales en el sentido de que aquél debe transmitir de una forma condensada las representaciones del mundo que éstos han ido forjando a través de los siglos. El docente no puede dominar todos los campos del saber porque, sencillamente, nadie puede.

«Ahora que las aulas van a tener Internet y que lo importante no es poseer el conocimiento de manera autoritaria ¿vamos a seguir educando entre cuatro paredes? ¿no habría que exigir que «conocimiento del medio» fuera en el propio medio? ¿no habría que exigir que «vida moral y reflexión ética» sea una asignatura de la calle?»

Pese a la declarada incapacidad de los profesores para dominar su materia, resulta que éstos «poseen el conocimiento de forma autoritaria». De nuevo, la vieja confusión entre autoridad y autoritarismo. Y, con todo, el conocimiento lo posee Internet (¿en qué quedamos?) razón por la cual los muros deben ser derribados y la instrucción ha de salir a la calle. Esto no guarda lógica: si el saber todo está contenido en la Red, lo prudente y juicioso sería no salir de casa ni para comprar el pan. Por lo demás, me gustaría ver cómo explicaría el sr. Jiménez la formación de glaciares, la actividad volcánica y los fenómenos sísmicos «en el mismo medio». Y sabido es que en la calle le pueden dar a uno sopas con honda en lo que toca a la Ética Nicomaquea y la Teoría de los sentimientos morales…

«Una «comunidad educativa» radica en un contexto, ¿qué relación tiene el centro educativo que estoy viendo ahora mismo a través de mi ventana con los vecinos y vecinas que vivimos cerca? Ninguna.»

Otro lugar común de la progresía: la absorción de la Escuela por la Sociedad. Aquélla debe plegarse a los dictados de ésta y no ofrecer sino lo que la Sociedad demanda. El Individuo queda, así, anulado por una abstracción que le impide ir más allá de las limitaciones impuestas por el «contexto«. La Escuela se creó para hacer a los niños partícipes de una cultura que se ha ido labrando con la imaginación, el talento y el esfuerzo de muchos individuos particulares. No para que esa herencia sea esclava del colectivo o, peor aún, de las modas sociológicas al uso.

Hay muchas más perlas, pero les dejo que las descubran por sí mismos. Dense un paseíto virtual por ZEMOS y disfruten con la alicatada prosa de Pedro Jiménez & Co.

Aprendiendo a leer en las universidades públicas

La plaga pedagógica que venimos denunciando no se detiene en la formación básica, sino que la propia Universidad parece dispuesta a adoptar los mismos presupuestos que han fulminado intelectualmente a la última generación de jóvenes:

“Hace 80 años era fundamental hacer recordar, porque la información no era tan accesible. Ahora tenemos que preparar gente que sepa pensar” (Daniel Peña, rector de la Universidad Carlos III).

“Los contenidos están al alcance de cualquiera, y, además, pueden quedarse obsoletos en dos días. Tenemos que facilitar el razonamiento, formar las bases del aprendizaje” (Dolors Riba, vicerrectora de la Universidad Autónoma de Barcelona).[1]

Decir que los contenidos están al alcance de cualquiera es remitirse una vez más al viejo mito de la tabula rasa, según el cual nos limitamos a registrar datos, de forma pasiva, en nuestro cerebro. De acuerdo con este principio, cualquier asunto intelectual espera sólo ser consultado para integrarse en el cuerpo de conocimientos del alumno. Algo semejante a lo que hacían los personajes de Matrix en la famosa película de los hermanos Wachowski. ¿Que necesitaban un curso acelerado de pilotaje de helicópteros? Sin problema: bastaba con solicitarlo a un servidor central para convertirse al instante en un consumado experto. Pero tales cosas sólo pasan en las películas; y la adecuada comprensión de la Teoría de la Relatividad, por poner un caso, no nace de una mera búsqueda bibliográfica o wikipédica, como lo demuestra el hecho de que, aún hoy, sus conclusiones teóricas no formen parte del bagaje intelectual de la mayoría de los humanos. En cuanto a la obsolescencia de los contenidos, no podemos estar de acuerdo con la excelentísima vicerrectora. Si algo ha supuesto un verdadero logro para la cultura universal, lo ha sido porque su vigencia superó con creces los dos días de plazo que concede la señora Riba. En dos días obsolecen una PDA o el último flirt de Jennifer Aniston, no aquellas conquistas intelectuales que son merecedoras de tal nombre. Por otro lado, es difícil imaginar cómo se puede facilitar el razonamiento sin unos contenidos a partir de los cuales aquél pueda desarrollarse. Y que una vicerrectora universitaria se plantee como objetivo “formar las bases del aprendizaje” es la última pirueta surrealista de nuestro sistema de enseñanza. Si, como afirma el profesor de la Universidad de Florida Anders Ericsson, la condición de experto se logra tras un trabajo intensivo de diez años, nuestros futuros licenciados tienen por delante una larga y penosa travesía. ¿Cómo despuntar en profesión alguna si la etapa final del proceso nos devuelve a la prístina inocencia de las “bases”? Que éstas se afianzaran, ¿no era acaso la misión de los primeros años en la escuela? No, está claro que no:

“Ya no sirve […] que éstos (nuestros estudiantes) memoricen mucha información. Lo relevante, en la actualidad, es que aprendan a aprender de modo permanente a los largo de su vida, se familiaricen con el uso de las nuevas tecnologías de la información y comunicación…” (J. Alberto Parejo Gámir, catedrático de Política Económica y rector del CEU Cardenal Herrera).[2]

 Aquí han mordido el anzuelo hasta los rectores. Será por el afán de atraer clientes a la depauperada y venerable institución, porque me resulta difícil aceptar que los profesores universitarios no hayan advertido los destrozos que tales simplezas pseudocientíficas han provocado en la enseñanza secundaria. Un señor como el citado arriba debería lamentarse por el hecho de que el Bachillerato se haya convertido en una prolongación amena de la arrasada formación obligatoria. Tendría que poner el grito en el cielo ante las nuevas promociones de estudiantes que, en muchos casos, precisan de un curso de adaptación para hacer frente a las exigencias (cada vez menores, a juzgar por lo leído) de la Universidad. 

Entretanto, el camino no hace más que allanarse para las huestes pedagógicas que han asolado la enseñanza pública. Aunque, para no desalentarnos, debemos admitir que aún hay quien se resiste a perpetuar el timo educativo de los trileros psíquicos. En Enero de 2008, la Junta de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid hizo público un Manifiesto en el que expresaba su disconformidad con el Anexo a la Orden ECI/3858/2007 de 27 de diciembre de 2007 (BOE, 29-XII-2007), en el que se estipulan los requisitos de los títulos de Máster que habilitan para el ejercicio de la profesión docente en la ESO y el Bachillerato. La cuestión es como sigue: reducidas todas las carreras universitarias a cuatro años (estudios de grado), el alumno debe elegir entre dos tipos de Máster: uno de investigación, que profundiza en los conocimientos especializados de su disciplina, pero que no faculta para ejercer como enseñante; y otro, llamado profesional, de orientación eminentemente pedagógica y didáctica, que no sólo permite el acceso a la función docente, sino que también otorga la condición legal de investigador. Es decir: un estudiante que quiera ahondar en las cuestiones propias de su materia, lo hará a costa de arriesgar su futuro. Por el contrario, quien se sume a la vía pedagógica verá cómo se le abren las puertas del mercado laboral y, a efectos legales, obtendrá la misma consideración científica que el primero, por más que no haya recibido una formación equiparable en los aspectos que conciernen a su disciplina. De este modo, los alumnos se ven en una encrucijada que sólo puede resolverse tirando por la calle de en medio: pagando religiosamente los dos cursos. Es obvio que tal posibilidad establece un agravio comparativo al mismo tiempo que engorda las arcas del Estado. Tampoco es difícil colegir que una inmensa mayoría de estudiantes optará por el Máster profesional, con la consiguiente merma de la calidad investigadora en nuestro país.

Esta manifiesta injusticia se revela como el truco de prestigio con que hacer desaparecer, de una vez por todas, la figura del experto académico. Si con la implantación de la LOGSE se instauró una filosofía en la que no encajaban los especialistas de la Enseñanza Media, esta nueva orden trata de asegurar que los futuros docentes carezcan de la formación de sus predecesores. Todo será, ya, pedagogía; aunque para ello sea forzoso proscribir la excelencia y el afán investigador. Sobra decir que éste es el modo, elegante y paritario, que tiene el poder político de ahormar todo un colectivo de profesionales a la medida de sus intereses. Ya no importará que se dominen los contenidos de una materia; bastará con que sepan implementarse las estrategias educativas adecuadas a las inclinaciones y capacidades de cada alumno. Se trata, pues, de aniquilar el conocimiento como último obstáculo para que la utopía pedagógica se consume. Y, con él, también su encarnación en las aulas. De todos modos, el poder político asume un serio riesgo al adoptar esta medida, pues se queda sin la excusa que ha servido a burócratas y psicofantes para justificar el fracaso de sus continuas reformas: aquélla según la cual buena parte del fracaso educativo se atribuye a la insuficiente formación pedagógica de los profesores.


[1] http://www.elmundo.es/papel/2008/06/02/espana/2407706.html “Adiós al señor licenciado”. El Mundo, Lunes, 2 de Junio de 2008.

[2] http://www.elmundo.es/suplementos/campus/2008/522/1213023945.html  El Mundo, Suplemento Campus, número 522, 4 de junio de 2008: Implicaciones pedagógicas del EEES, José Alberto Pareja Gámir.

1/2 + 1/2 = 2/4

Como profesor de Música intento, entre otras cosas, que mis alumnos adquieran un conocimiento básico del Lenguaje Musical: lo que antes se llamaba Solfeo. Una de las primeras cosas que deben aprender es el valor relativo de las figuras musicales. Por ejemplo: que la redonda es el doble que la blanca y que ésta equivale a dos negras. Como las relaciones entre ellas son de doble o mitad, uno espera que esta lección sea comprendida por la inmensa mayoría de la clase sin mayor esfuerzo. Pero rara vez ocurre. Y esto es así porque, en 1º de ESO, los alumnos aún no saben sumar fracciones. De modo que me veo dibujando una tarta en la pizarra e imaginando que ese día es el cumpleaños de la Vane o de Esaú, quienes, como buenos amigos, desean repartirla con el resto de sus compañeros.

He tratado de entender por qué ocurre esto y, navegando por los documentos oficiales, he creído encontrar una posible respuesta. En el nº 171 del BOJA se propone como uno de los núcleos temáticos para el Área de Matemáticas en Primaria  el estudio de su Dimensión histórica, social y cultural. Nada menos. Y no es que se cuestione la grandeza del tópico, pero sí la eficacia de incluirlo en una etapa en la que, ante todo, deben afianzarse los fundamentos que permitan, en el futuro, emprender investigaciones de semejante calibre. Si la mitad de los estudiantes que ingresan en el Instituto no aciertan a sumar 1/2 + 1/2, ¿de qué ha servido entonces saber de la existencia de Monsieur Fermat y su prodigioso teorema?

Transcribo a continuación unas líneas de Howard Gardner, leídas mucho tiempo después de comprobar la insistencia en este error matemático por parte de preadolescentes escolarizados en Secundaria:

“Ya hemos presenciado el deseo compulsivo por parte de los preescolares, de los niños en las primeras etapas de escolarización, de sumar cualquier conjunto de números hablados o escritos con el que por casualidad se encuentran. Por una razón análoga, la mayoría de los estudiantes se encuentran con dificultades cuando se les pide por primera vez que sumen fracciones, porque sencillamente proceden a sumar entre sí los dos numeradores y los dos denominadores. (Así, 1/2+1/2 se consideran que suman 2/4).”[1]

 Gardner escribe en este capítulo sobre los problemas que se derivan de la aplicación rígida de algoritmos en la enseñanza de las matemáticas. Pero el autor no se refiere a estudiantes de ESO, sino de Primaria. Lo que un profesor de Instituto esperaría es que, a sus doce años, el alumno hubiese comprendido el modo de sumar fracciones sencillas. Claro que estos mismos niños serán, a esas alturas, poseedores de una percepción global del histórico devenir matemático, lo que tal vez compense su incapacidad para concluir que dos mitades de un cesto hacen un cesto[2].

 El propio Gardner ilustra la dicotomía que está en el fondo del debate acerca de cómo hay que transmitir el conocimiento. Ésta sería la establecida entre los partidarios de acentuar las habilidades básicas y aquéllos que apuestan por la creatividad:

 “Quienes se adhieren al enfoque de las habilidades básicas insisten en dominar algunas habilidades de lectura y escritura determinadas y otras como las venerables enseñanzas básicas (leer, escribir y aritmética), así como un cuerpo de conocimiento factual de, pongamos por caso, historia, geografía y ciencia. Todo aprendizaje posterior tiene que erigirse sobre esta sólida base.

Aquellos que se sienten más afines a la posición de la creatividad ven en la educación una oportunidad de que los individuos inventen el conocimiento por sí mismos y, hasta un punto significativo, transformen lo que se han encontrado en el pasado y, quizá, contribuyan finalmente al saber colectivo con nuevas ideas y conceptos. Quienes apoyan la posición de la creatividad tienden a minimizar la importancia de las habilidades básicas, en la creencia de que son innecesarias, que de todos modos se adquirirán, o que deben ser un tema de atención sólo una vez que se haya establecido un ambiente de exploración creativa[3].”

 Esta querelle epistemológica suele relacionarse con dos enfoques pedagógicos supuestamente incompatibles: el mimético, asociado a las habilidades básicas, y caracterizado por la instrucción repetitiva y ritualizada; y el transformativo, en el que el maestro hace las veces de entrenador o facilitador, esperando así animar al alumno a que elabore sus propios juicios. Aunque el lector no conozca de primera mano nuestra realidad educativa, sí sabe de la afición patria por la taxonomía ideológica. Determinadas ideas sobre la enseñanza se asocian a posiciones políticas de uno u otro signo, y este encasillamiento concede la luz de Ormuz o las tinieblas de Ahrimán según el lado en que cada uno se incluya. Como en el gremio docente predomina el pensamiento de izquierdas, el enfoque transformativo se ha erigido en paradigma de una concepción progresista de la educación. Mientras que la cavernaria tradición mimética se considera patrimonio de una derecha nostálgica de otros tiempos. De este modo, es habitual que determinados profesores que no suscriben las sucesivas reformas educativas sean rápidamente etiquetados como reaccionarios o, por simplificar aún más las cosas, como simpatizantes del PP. Esto es tan absurdo como pensar que un defensor a ultranza de los métodos transformativos deba añorar la China revolucionaria o votar a los socialistas por mor de no sé qué retorcida lógica[4]. Gardner, que, además de catedrático de Harvard, es un tipo educado, supongo que no tomaría partido en polémica tan grosera. Por el contrario, nos tranquiliza con lo que podría llamarse una síntesis de Perogrullo:

“… también son concebibles otros emparejamientos. Se podrían valorar las habilidades básicas y, con todo, mirar de inculcarlas a través de métodos transformativos. […]. Por otra parte, se podría uno adherir a una educación altamente creativa y, con todo, favorecer el aprendizaje inicial de habilidades básicas o el uso de métodos miméticos en los que el maestro incorpora diversos enfoques técnicos o metas creativas.”[5]

 El escenario de batalla educativo gusta mucho de promover las divisiones, y no tanto de admitir que las distintas corrientes pedagógicas no son, o no deberían ser, doctrinas de necesaria aplicación universal. En un oficio que tiene su razón de ser en la experiencia diaria, parece insensato adscribirse a cualquiera de estas dos posturas con la enceguecida pasión del adicto. Sin embargo, la interpretación que de los métodos pedagógicos se ha hecho en España es, sin duda, la más tosca posible. Los transformativos autóctonos, en su mayoría, han puesto el énfasis en el espectacular hallazgo de que es posible formular teorías sin haber aprendido a leer y escribir. Ofuscados por esta revelación transmundana, lo único que han conseguido es una generación de adolescentes que sufren algo más que un serio problema a la hora, no ya de comprender el valor relativo de las figuras musicales, sino tres tristes líneas de cualquier libro.

 

 


[1] Howard Gardner, La mente no escolarizada, Paidós, Barcelona, 1993.

[2] En una entrevista al periódico El Mundo (7 de septiembre de 2008), el joven astrofísico español Alberto Castro Tirado, Premio Descartes de la Unión Europea,  decía lo que otros callan: “Hay estudiantes que terminan Bachillerato sin saber utilizar integrales”. Y también: “El nivel medio ha caído mucho. Compañeros que imparten clases en carreras de Ciencias comentan que sigue existiendo un porcentaje mínimo de alumnos brillantes, pero el problema es el alto número de los que quieren cursar carreras de Ciencias sin conocimientos elementales.”

[3] Cabría preguntarse qué “ambiente de exploración creativa” puede establecerse en un grupo que carece de habilidades básicas; entre las que, recuerdo, figuran leer y escribir. Y quién, cuándo y cómo, en la milenaria historia de la cultura, ha sido capaz de contribuir al saber colectivo sin el referente de la tradición anterior.

[4] En algún cursillo pedagógico se nos participó la existencia de tres arquetipos docentes: el profesor reactivo, al que se pintaba como una especie de cuervo ultramontano; el profesor proactivo, paradigma de empatía y profesionalidad; y una variedad intermedia, difusa, para la que no se pudo acuñar mejor taxón que el de indiferente. El conferenciante, dejando por imposibles a los primeros, instaba a los cursillistas a detectar en sus centros especímenes de esta última naturaleza. Con el fin, como es lógico, de conducirlos por la benéfica senda de la proactividad.

[5] En cualquier caso, los pares que contrapone el profesor Gardner no guardan, en nuestra opinión, la debida simetría. Un alumno puede alcanzar buenos resultados, independientemente de que su maestro utilice procedimientos miméticos o transformativos. Lo que parece más dudoso es que la creatividad pueda desarrollarse sin dominar las habilidades básicas. La incompetencia contribuye, de hecho, a frenar el impulso creativo, como lo demuestra el testimonio de tantos artistas que anteponen el trabajo duro a las veleidades de la inspiración.