LOEWERT

Los recortes educativos – ya saben: aumento de ratios, disminución de profesores et alii – acarrean un problema mucho más grave que el que se deriva de su inmediata aplicación. De hecho, los, así llamados, recortes ni siquiera constituirían un problema si antes se hubiera buscado un remedio para los verdaderos males de la enseñanza pública. No nos veríamos discutiendo estas fruslerías porcentuales, ni tendríamos que lamentar disminuciones de las tasas de reposición. Asumiríamos la coyuntura económica como una justificación plausible de los ajustes.

Este aplazamiento de las preguntas esenciales es, precisamente, el inconveniente añadido. Nos esperan meses de eternas disputas, manifestaciones y debates en torno a si treinta niños en un aula son más aconsejables que treinta y cinco. Mesas cuadradas sobre el quebranto pedagógico que comporta la supresión de los desdobles. Innumerables desfiles de penitentes desollándose el lomo por el paraíso perdido.

No digo que el malestar no esté justificado. Claro que lo está. Pero no porque las medidas de Wert sean intrínsecamente perversas, sino porque no se inscriben en un proyecto que las haga asimilables. Wert, como la izquierda, como la inmensa mayoría de sindicatos y profesores, como la sociedad española, ha preferido diferir las cuestiones de principios, aquellas que no tienen que ver con números y presupuestos sino con una concepción de lo que pueda o deba ser la enseñanza.

La desazón de muchos profesionales se vería mitigada si la dureza de las medidas se acompañase de un discurso argumentado, de un planteamiento intelectual con el que corresponder, al menos, a la supuesta inteligencia de sus interlocutores. Pero Wert actúa como un chamarilero de la retórica, más proclive a la quincalla tuitera que a la diamantina solidez de la reflexión. Nos dice que los niños “socializan en la escuela”, lo cual que viniendo de un sociólogo no tiene más altura lógica que aquello de Checoslovaquia está checoslobolcheviquizada. Cabría replicar que la “socialización” no es el objetivo primordial de las escuelas, pues, si así fuese, habría que reconvertirlas en campamentos de verano.

En sus primeros meses de ministro, Wert ha dejado caer muchos lugares comunes, alguna chorrada como la descrita y muy pocas ideas que puedan merecer tal nombre. Todo apunta a que su proyecto consistirá en un maquillaje de la LOE, que dará en LOEWERT y seguirá siendo una ley tan ineficaz como ha venido demostrándose en estos últimos veinte años. Con ello estará reconociendo los presupuestos pedagógicos de su adversario – comprensividad, igualitarismo, infantilización – sin oponer más que un par de enmiendas relativas a un curso propedéutico, una miaja más de latín  y la consabida cantinela del esfuerzo, que, de tan repetida, se la saben hasta los acólitos de Marchesi.

Aunque se daba por hecho que la oposición sindical iría de suyo, el ministro se habría ahorrado inquinas entre el gremio docente si, por lo menos, hubiera presentado un plan capaz de reconducir la penosa situación de los colegios e institutos españoles.

En su caso, lo grave no está en lo que ha hecho, sino en lo que – mucho me temo – no tiene pensado hacer.

Wert, los sindicatos y el Apocalipsis

Parece ser que los tartufos de la docencia ya velan pancartas, silbatos y manifiestos, dispuestos como están a convocar una huelga general de la enseñanza para finales de mayo. Todo apunta a que cumplirán su propósito, pues la convicción es mucha y la indignación apocalíptica. Según un alto liberado de la cosa, el recorte de Wert es el “mayor atentado a la escuela pública”. Otro portavoz vaticina, lúgubre, un “retroceso gigantesco” en las condiciones del alumnado. El ministro, asegura, pasará a la Historia por esta infamia.

Tal parece que haya anunciado la demolición de todas las escuelas públicas, no sin antes haber regalado a cada alumno un ejemplar dedicado de la Enciclopedia Álvarez. Los cronómetros se ponen a cero para calcular el tiempo que le tomará al sociólogo dinamitar esos santuarios platónicos que son las escuelas públicas. El fin está cerca, gritan los arúspices sindicales. Aunque el signo escatológico no lo hayan entrevisto en las entrañas de una bestia o en el errático vuelo de una gaviota, sino en los Presupuestos Generales del Estado.

¿Tan mal está el patio? ¿Hay para tanto? Sin duda: para eso y para mucho más; sobre todo si, a diferencia de estos voceros quejumbrosos, uno pica piedra en el aula cada día. Las clases de la secundaria obligatoria, sin ir más lejos, unirán ahora a la imposibilidad metafísica de la enseñanza la imposibilidad física de la estabulación: las aulas logsianas no se pensaron para treinta y cinco mozallones. De hecho, ni siquiera se pensaron. Pero la raíz del problema no está en los recortes de Wert, sino en los veinte años largos de un sistema educativo para el que estos profetas crepusculares jamás tuvieron ni una mala palabra. Y no la tuvieron porque no se muerde la mano que da de comer, porque se vive muy bien al calor de las millonarias subvenciones anuales, porque la liberación te permite pisar moqueta en lugar de embadurnarte las manos de tiza.

Hace falta un cinismo marmóreo para hablar, después de tantos años, de retrocesos gigantescos y atentados sin precedentes; para protestar contra los recortes cuando, por otro lado, no se está dispuesto a renunciar a la financiación pública del chiringuito. El silencio de dos décadas certifica que al sindicalismo de clase, o como quiera llamársele, jamás le ha importado la calidad de la enseñanza ni muchos menos el bienestar laboral de los profesores. Wert se equivoca, sí, más por lo que omite que por lo que proclama. Pero sería de ingenuos creer, ni por un solo instante, que la solución pasa por seguir el compás lastimero de cualquier manifa convocada por los de siempre.

A los de siempre el recorte que más les preocupa es el del 33% en ayudas para sus centrales, cursillos y mojigangas. Temen que un día deban financiarse con las cuotas de sus afiliados. Vislumbran con horror el momento de reincorporarse a su puesto de trabajo. El futuro que atisban en el vientre del animal ofrecido en sacrificio, y que tanto pesar les produce, no es tanto el de la enseñanza pública como el suyo.

Arrepentíos – dicen – Nuestro final está cerca.

De ratios y hombres

Nota del autor: Hace unas semanas, anuncié que ya no publicaría más artículos en este blog. Sin embargo, los comentarios de amigos y usuarios y la perspectiva de poder obtener una mayor divulgación gracias a nuevos contactos me han animado a continuar. Se mantendrá, sin duda, la línea crítica del blog; pero también se buscará difundir nuevas propuestas educativas, siempre desde un punto de vista liberal. Gracias a todos los lectores del Individuo.

El artículo «De ratios y hombres» se publicó originalmente en la Tribuna de la Asociación PIENSA, de la que soy representante.

Parece ser que la crisis económica obligará a reducir el cupo de profesores, lo que conllevará un aumento del número de alumnos por aula, eso que ahora se llama ratio y que, por lo general, constituye el origen de discusiones poco o nada razonables. La primera reacción ante tales medidas es la de certificar el deceso de la enseñanza pública. No consta, sin embargo, que este ataque repentino de tartufismo haya provocado un colapso de los servicios sanitarios. Ya saben: mesnadas de jeremías con politraumatismo torácico y rasgadas vestiduras.

La enseñanza, como sabe quien conoce el oficio, no es que esté muerta, sino que ha mutado en otra cosa: en una extraña forma de vida que conjuga entretenimiento y vigilancia de menores. Como el “vigilar y castigar” foucaultiano, pero sin la vara disciplinaria y con un puntito de histrionismo colectivo. Muchos de los que ahora braman no tuvieron reparo alguno en jalear y promover esta metamorfosis. No importaba que el fracaso escolar se desbocase, ni que la posibilidad de enseñar se hubiese disuelto en un entorno de ruido y furia. No importaba que un neoanalfabetismo finisecular brotase, como una flor exótica, en aquellos institutos cuya inveterada misión había sido, hasta entonces, la de preparar al alumno para cursar estudios universitarios. No importaba que la excelencia de discípulos y maestros se convirtiese en un estigma nefando, en un objetivo perseguible que se reflejaba tanto en promociones automáticas como en criterios de selección que obedecían antes a compromisos políticos que a una rigurosa estimación del mérito. Ninguna evidencia era lo bastante grave como para poner en entredicho el sistema.

Esta oleada de hipocresía pretende instaurar un año cero del desastre educativo, borrando los veinticinco años de LOGSE con el Photoshop tramposo de la ideología. Por más que la comparativa europea demuestre que no son las ratios ni las horas lectivas lo que repercute en la calidad de la enseñanza. Eso lo saben muy bien los profesores, que no tendrían inconveniente en trabajar más horas para un mayor número de alumnos, siempre que los mimbres estructurales fueran otros.

En el lado del Gobierno, asusta constatar que, más allá de los recortes a que obliga la crisis, no se vislumbra ningún atisbo de reforma genuina. Dice Eugenio Nasarre: “Los estudios internacionales demuestran que el número de alumnos de un aula, dentro de determinados límites, no es un factor determinante, ni siquiera de los más importantes, para la calidad educativa. La LOGSE hizo de este punto un dogma sin ningún fundamento científico».

Y aunque la experiencia y los datos le dan la razón, lo que calla es mucho más grave que lo que afirma. En un modelo comprehensivo como es la LOGSE, ese aumento significa una acentuación dramática de sus aspectos más oscuros. El señor Nasarre debería darse una vuelta por un Primer Ciclo de la ESO para entender de lo que se habla. Los cuarenta alumnos del antiguo Bachillerato nada tienen que ver con los cuarenta alumnos de un sistema en el que conviven objetores de aula, absentistas a tiempo parcial, ágrafos orgullosos y un puñado de estudiantes comme il faut. Fue precisamente la utópica pretensión de procurar el saber académico a quien no lo demanda lo que originó la ruina del sistema. Como dicho saber requiere voluntad y esfuerzo, la siguiente estrategia consistió en extraer la pulpa sapiencial del conocimiento para mejor convertir la escuela en una infantil repartición de cáscaras doctrinales.

Lo que causa estupor, más allá de las fingidas plañideras, es, como se ha dicho, que el Gobierno carezca de plan. Tantos años de criticar la LOGSE rubalcábica para que ahora nos despachen con un par de obviedades y un silencio diamantino sobre los fundamentos de su política educativa. Aunque los ajustes sean necesarios, lo cierto es que todos parecen dirigidos a preservar el sistema, y no a comenzar su regeneración. La pregunta es: ¿qué tiene previsto el PP para cuando la crisis amaine?

Desde este foro, y como contribución a la emergencia de los tiempos, se han sugerido ideas para reducir el gasto educativo, empezando por la supresión total de subvenciones a las organizaciones sindicales. Como hace PIENSA, y como ocurre, por seguir con las comparaciones, con los sindicatos de la potente Alemania, los representantes de los trabajadores deberían financiarse única y exclusivamente con las cuotas de sus afiliados. Tal vez así podríamos calibrar con mayor justicia la sinceridad de sus lágrimas, la contundencia de sus golpes en el pecho, el auténtico paño de sus camisas rotas